miércoles, 25 de septiembre de 2013

El comediante es lo que necesita decir

¿Qué contamos cuando hacemos un monólogo?
¿Chistes?
¿Un relato más o menos costumbrista?
¿Una colección de observaciones?
¿Un reflejo deformado de nuestra vida?
¿Algo que de verdad “necesitamos” decir, esto es, algo que no puede no ser dicho?
Detengámonos en este último aspecto. En la necesidad. En ese movimiento interno, si quieren psíquico o espiritual, que nos impulsa a confesar frustraciones, obsesiones, manías, experiencias, rabietas, estupores, en definitiva, una larga serie de sentimientos auténticos, propios, intransferibles.
¿Nuestra infancia pasó por tal o cual experiencia? ¿Nos reconocemos como detallistas insoportables? ¿No podemos evitar hacer el comentario que incomoda al resto? ¿Nuestra imaginación se desborda frente a distintos factores?
Es difícil hablar de esto, porque no es una cuestión técnica, es el punto de partida, la punta del ovillo a partir de la cual se desarrollarán todos nuestros argumentos, el entramado lógico de nuestro discurso humorístico.
Bastante a menudo, uno escucha monólogos ingeniosos pero que no parecen representar a quienes los están diciendo. Hay una buena técnica, solvencia en el decir, eficacia cómica, pero uno se queda con la sensación de que eso que se dice podría no decirse, no hay una necesidad de vida o muerte del comediante, algo que lo arroje a un escenario con una potencia demoledora: la potencia de su verdad.
Y muchas veces esto se comprueba en los primerizos, que plantean cuestiones que no parecen centrales en su vida. Estos son los que cuando se les pregunta si de verdad eso que afirman les molesta o incomoda, responden: “no, en el fondo no me importa”.
Son los mismos que en cuanto se les propone un cambio de ángulo en lo que dicen, van descubriendo poco a poco qué comprometidos estaban con esa idea, pero a los que una búsqueda superficial (el chiste matando la indagación más profunda) les velaba esa interrogación.
Cuando esa búsqueda se intensifica, el monólogo suele hacerse un poco más narrativo, lo que no lo emparenta con un relato estilo Landriscina ni lo convierte en un “chamuyo” inconsistente. Ocurre que el yo se destaca nítido y honesto en esta formulación, y ese yo pasa a ser el protagonista de eventos y situaciones concretas. De ahí la tendencia a enhebrar esas situaciones.
El monologuista ha comenzado a decir algo que no puede no ser dicho. Y algo que es único. El monologuista está siendo fiel a su experiencia y su mirada. Atención, ese es un inicio prometedor de nuestro trabajo.
¿ACTITUD MATA BÚSQUEDA?
Apurados por el resultado, visualizándonos ya en el escenario, somos aguijoneados esquemáticamente por las “actitudes”, que pueden ser un buen disparador, pero que también pueden ser un lecho de Procusto donde todas las vivencias, ideas, sufrimientos e imágenes mentales del monologuista tienen que adaptarse a estas cinco o seis formulaciones, y si no entran en el “no entiendo” o en el “odio tal cosa” deben desecharse.
Se sabe, tres o cuatro meses es poco tiempo para formar un monologuista y apenas iniciada la primera clase, la zanahoria de la muestra refulge ahí nomás, a unos once encuentros que deberán incluir cómo mirar al público, respirar, proyectar la voz, entender que el monólogo es como una composición musical, habituarnos a escribir (cuando en algunos casos, ni siquiera se lo ha hecho una vez en la vida), percibir que esa escritura y habla difieren de las “reales”, reconocer y aplicar los recursos característicos del stand up, más una larga lista de etcéteras que la exigencia de alumno y profesor extenderá o la falta de ambición de ambos dos, disminuirá al mínimo.
Entonces, detenerse a pensar en “qué quiero decir” o “qué necesito decir” de verdad, parece un pasatiempo un tanto psicologista en el fárrago de cuestiones a las que nos apura el resultado y el engañoso “éxito” del debut (que una audiencia dócil y parcial, de familiares y amigos lamentablemente nos confirmará sin que atinemos a revisar si de verdad eso que dijimos nos representa).
Entonces, entre elegir un relato bien contado con ideas cómicas que pueden seguir trabajándose hasta adquirir un monólogo de calidad, y unos chistecitos desperdigados, con estructuras estándar, se entiende cuál será la opción.
EL CHISTECITO
El “chistecito”, para definirlo de algún modo, es una frase más o menos ingeniosa, “canchera”, que suele portar algún tipo de escándalo amable para la audiencia (la dosis justa: un poquitín transgresor como para mover al público a risa a través de algún mecanismo de represión de los que todavía abundan en el espectador, pero no demasiado como para dejar al comediante en offside frente a lo socialmente inaceptable). Culo, teta, concha, son aceptables si se dicen en un registro más o menos amable y previsible. Pero empiezan a ser un incordio si se asocian a cuestiones más polémicas o transgresoras. Lo que sería la base de un stand up engañosamente conservador y hasta reaccionario.
El “chistecito” mantiene a veces la estructura del chiste, pero está despojado casi siempre de su impacto sorpresivo. Se puede entrever un remate que más o menos bien dicho, conmoverá alguna neurona del espectador, pero hasta su costura es deshilachada y evidente. El cambio de eje o las “listas de tres” suelen abundar en los chistecitos del novato, tan obvias que a menudo se ven venir a dos cuadras.
Pero no estamos abriendo juicio sobre el principiante y lo que puede hacer con sólo tres meses de entrenamiento bajo las durísimas luces de un escenario. Sólo definimos el “chistecito”, para seguir hablando de lo que el “chistecito” oculta: la posible inspiración que, obturada por el apuro, queda escondida: partir de lo que realmente necesitamos decir, lo que nos define y nos hace únicos.
EL CLOWN, UNA EXPLICACIÓN POSIBLE
Quizás el concepto se relacione con el espíritu del clown, que en su afán de mostrarse vulnerable, deja filtrar su verdadera esencia, y, al mostrarse como realmente es frente al espectador, presenta su alma, y con ella, una creación artística absolutamente original, que además le servirá de cantera para siempre.
Vale la aclaración sobre este último concepto. La idea de un clown vulnerable suele asociarse equivocadamente a un clown tierno, sensible, dulce, juguetón. La vulnerabilidad no está en el clown, sino en las posibilidades de que la persona detrás se deje filtrar por lo exterior, baje sus defensas y se muestre como es. Este “como es” puede dar como resultado un clown tosco, áspero, iracundo, no necesariamente un sujeto melifluo y chirle.
SI DE VERDAD NO ODIÁS, NO ODIES
Aclarado esto, volvamos a lo nuestro. Las “actitudes” y la búsqueda del resultado suelen armar un escudo en el que no se filtran nuestras emociones, percepciones y enojos profundos frente a las situaciones, problemas o perspectivas que presentamos. El “odio” es una actitud interesante que direcciona la opinión, pero si de verdad no nos interesa, no nos afecta profundamente eso que estamos relatando, no tiene mucho sentido que lo expresemos. El “odio” termina siendo una impostura.
Y no se trata aquí de que el odio o al miedo adquieran un carácter solemne y se terminen dirigiendo a cuestiones morales. En absoluto. Recuerdo un alumno que tenía un punto de partida tremendo y convincente: le tenía pánico a los calefones. El miedo era real, y los argumentos que daba y el modo en que los expresaba nos hacían pensar: “sí, este tipo de verdad los sufre”.
CHISTECITO MATA BÚSQUEDA
Desechado este camino más personal, más íntimo, aparecen los “chistecitos” en nuestra ayuda. Lo otro quedó de lado, olvidado el sentimiento genuino que nos unió al tema. Veamos un ejemplo: recientemente una alumna desarrolló un monólogo con una tesis un tanto compleja: en la concepción detrás del relato, ella sostenía que su hipocondría se relacionaba con su miedo a la muerte, y que esto a su vez la hacía controlar todo lo que no estuviera en sus manos. Aquí tenemos un punto de partida interesante. Hay angustia, hay un miedo universal, hay un mecanismo que lo vuelve material cómico. Pero en el desarrollo posterior, además de mezclar ambos conceptos –miedo a la muerte e hipocondría-, reducido el reservorio de vivencias, se quedó con el último de los recursos creativos. Sí, adivinaron, el “chistecito”.
Estábamos frente a un tema, la muerte, que Judy Carter habría definido como “pesado”, y entonces estábamos frente a la posibilidad de hacerlo “liviano”, no frívolo ni superficial, sino amable al entendimiento del espectador. La urgencia y el evitar comprometerse un poco más con miedos genuinos, lo imposibilitó.
Y el inconveniente es que el “chistecito” no sólo presenta un tramo anémico de humor, una larva inconsistente de sonrisas, sino que además, y a la postre, nos bloquea. Sí, porque nuestra cantera somos nosotros, y el recurso mecánico, puesto por arriba de todo eso, la oculta.
Bloqueo mental y hasta, diría sin exagerar, espiritual, signado en la búsqueda afanosa de un “chistecito” que salve las papas de este monólogo. Pan para hoy y hambre para mañana. Literalmente. Porque si nos acostumbramos a que eso es el stand up, no vamos a concebir nuestro material, ese pedazo de ser que mostramos diez minutos sobre el escenario, con la hondura y el espesor que tiene.
El “chistecito” es un error reiterado, que a veces promueve la elaboración de frases que, bien analizadas, no tienen ningún sentido, pero que en el fragor de algo dicho con velocidad, pasa por lógico (aunque en el oído y el corazón del espectador ocurra otra cosa). El monólogo, entretanto, pierde homogeneidad, el relato es una sucesión de gags desconectados, a veces sin relación con la persona escénica del que los dice, que sólo buscan el objetivo estereotipado de “hacer reír cada 30 segundos”.
Cuando la persona escénica (que es presencia exterior pero sobre todo interior), conforma el vector del monólogo, este se vuelve homogéneo. Hacemos hincapié en el aspecto interior de esta persona, porque allí radicaría el reservorio de ideas, sensaciones e imágenes que definirán el monólogo. Por ejemplo, un monologuista de perfil obsesivo y con una estructura mental que lleve la lógica y la literalidad hasta sus últimas consecuencias, posiblemente tendrá un relato que enhebre casi sin pensar, al momento de crearlos, gags que respondan a su propia vida, imaginación y experiencias.
Menciono este caso porque hace poco vi alguien así sobre el escenario, y mientras lo escuchaba, no dejaba de pensar en lo creíble que era, en cómo esa cabeza y ese espíritu teñían todo el monólogo y lo estructuraban. Y es más, a medida que asistía a este despliegue, reflexionaba sobre el goce que sentimos como espectadores, una vez planteado este juego y lo que estamos esperando es que siga, que la lógica de ese pensamiento crezca y se desborde hasta el delirio.
HABRÍA QUE PROHIBIR LA FRASE “ESTO FUNCIONA”
Cuando se está haciendo algún tipo de trabajo sobre un monólogo, un coaching para ser más exactos, la defensa del comediante frente a estas observaciones, frente a la indicación que tal o cual frase son flojas, inexactas o no tienen sentido, la respuesta es casi siempre la misma: “esto funciona”, maldita frase que aburguesa, conforma y achata toda búsqueda.
Se sabe que es difícil en los primeros tiempos de producción, desprenderse de lo que hemos creado. Pero cuando esto se convierte en una defensa acérrima, en una especie de “no cambio nada por temor al vacío, no cambio nada y me quedo con esta mediocridad”, estamos en problemas.
Hablábamos párrafos arriba del “chistecito”, algo que hemos mencionado de distintas maneras en otras partes de este blog, el “chistecito” (denominación que usamos para oponerlo al chiste bien elaborado, con lógica, nobleza y contundencia) es una frase que suele suponerse ingeniosa, pícara, un juego de palabras fácil y a veces oscuro, en el que no se respetan ni siquiera las reglas de la buena sintaxis humorística. Es cierto que el novato desconoce que exista tal cosa (la necesidad de que lo aprendan en un taller de nivel inicial es harina de otro costal que no se tratará aquí) pero al menos, una predisposición a la autocrítica y al cambio imprescindible para mejorar, debería ponerlo en guardia frente al “chistecito”. No sé si lo mencioné en otra parte de este blog, pero siempre es bueno refrescar conceptos: una vez una principiante en estas lides me confesó: “sé que este chiste es una porquería, pero necesitaba ponerlo para tener algo allí”.
Creo que el “chistecito” es hijo de un concepto mal aprendido y que por urgencia en la formación de un comediante stand up, queda establecido como tal, sin posibilidades posteriores de modificarse.
Y, cuidado, que cuando un concepto de base se aprende mal o no se aprende, termina por ser una piedra con la que el monologuista choca recurrentemente.
El único modo de apartar al “chistecito” de nuestra producción es una búsqueda que explore todas las posibilidades técnicas del relato, lo que Judy Carter y Andrés López llaman “digging” (excavar); pero como ya dijimos, esa búsqueda es meramente técnica, y lo que necesitamos es una suerte de sinceramiento inicial, unas preguntas sencillas pero cruciales: ¿qué necesito decir? ¿qué cosa de verdad me mueve a estar aquí arriba? ¿qué cosas me ofenden, me entusiasman, me indignan, me crean conflictos, me irritan, más allá del esquema básico de actitudes?


O quizás la pregunta sea más simple: de verdad, pero de verdad, ¿por qué necesito hacer esto?