Ver a Dani Rovira en “Ocho
apellidos vascos”, una de las películas más taquilleras en la historia del cine
español, y apreciar su trabajo como comediante de stand up, nos permite
advertir la unidad indivisible de la persona escénica.
Arriba del escenario y
en la pantalla, Rovira es el mismo, como el mismo sería Cantinflas si se
hubiese dedicado a monologar, o Luis Sandrini o –en un caso más cercano al
soliloquio- Niní Marshall, que camaleónica como era, no dejaba de lado su
impronta al componer a Catita o Niní en el cine y a su cantera de personajes en
su unipersonal “Y se nos fue redepente”.
La persona escénica, esa impronta
intransferible, es, según este analista, una conjunción de género, clase,
nacionalidad, punto de vista, lengua, historia y todos los etcéteras en los que
un ser humano puede desarrollarse y sobre los que puede aupar su existencia.
Eso incluye también su respiración, sus muletillas, sus sobreentendidos, su
sanata (ver a Fidel Pintos y Cantinflas para entender este aspecto), sus
quiebres y silencios.
No es fácil desarrollar una
persona escénica, concepto a veces inasible, cercano al estilo, la poética y la
musicalidad del cuerpo. En este género, en el que lo mental lucha a brazo
partido con el cuerpo, en el que la palabra disputa espacios a la
improvisación, no es nada fácil hacerle un lugar a eso que en definitiva somos,
pero que, como en todo arte, no deja de ser artificio. Qué queremos decir con
esto, que la persona escénica no es pura intuición ni espontaneidad. La persona
escénica surge de un trabajo en el que vamos siendo concientes de nuestros
recursos, de cómo y con quiénes conectar nuestro mensaje, trabajo desde el que
luego, como un monigote armado sobre el papel, iremos definiendo líneas hasta
darle a ese personaje rasgos únicos e intransferibles.
UNA DIGRESIÓN DIDÁCTICA
Nos hemos cansado de ver, al
menos por aquí, los que clonan una persona escénica. En mi galería de
aborrecibles hay dos que surgen enseguida en la memoria: el torpe que habla a
media voz, tímido, inseguro e infantil, o el arrogante provocador (para
reconocerlo, se suele tomar del pie del micrófono mientras le habla al público
con cierto desgano y aire perdonavidas).
Está claro que si las personas
escénicas se reducen a dos, entonces esta
idea previa de la persona escénica como algo único no existiría, y que si diez,
veinte o cien tienen la misma, entonces, una de dos: o el mundo se masifica
peligrosamente o hay algunos que se pegan una persona escénica como un tatuaje
(sospechamos que deben ser los mismos que cumplen los mismos pasos en este “negocio”:
fan page en Facebook, tarjeta de “comediante” y monólogos en los que se alude
mayoritariamente a dos aspectos del mundo: drogas y masturbación).
La idea de encontrar tu “clown”
que algunos profesores del género alientan, nos servirá aquí para hablar de
persona escénica, que en definitiva es eso que muy interiormente somos (pero
que a veces ni nosotros descubrimos, y que por ser absolutamente original, es
atractivo). Eso que expuesto al público con absoluta sinceridad y
vulnerabilidad (no confundir vulnerabilidad con fragilidad; vulnerable aquí es
alguien expuesto sin escudos afectivos, sin armaduras psicológicas; eso en
definitiva que tan poco se ve en el stand up hecho por aquí), da por resultado
un ser humano genuino y un artista cabal arriba del escenario. Eso que vemos en
Dani Rovira.
“NO SOY EL MÁS GRACIOSO, NI TENGO
LOS MEJORES TEXTOS NI EL QUE MEJOR MANEJA LA CORPORALIDAD”
Citamos a la que te criaste las palabras de Dani
Rovira en el reportaje (ver a la derecha) que le hace Iñaki Gabilondo
(sí, el entrevistador tiene el nombre fantasía que usa el personaje de Rovira en
la cárcel y el primero de los ocho apellidos vascos que inventa en una de las
escenas más celebradas del filme).
Y es tan acertado lo que dice,
como lo que suelta a continuación: “creo que la gente ve arriba del escenario a
alguien carismático y genuino”. Es así, cuando uno ve a Rovira, le puede gustar
más o menos, pero no puede dejar de rendirse ante la potencia de su verdad.
La primera vez que lo vi haciendo
un monólogo me costó entender de qué iba esa persona. Algunos chistes me
parecieron obvios o flojos, y estuve reticente a la risa. Al segundo monólogo,
advertí que ese tipo era lo que mostraba, que no había fisuras, que se divertía
haciendo eso, y que era dueño de un estilo que él define sabiamente como “humor
blanco roto”. Todo lo que sale de su boca parece dicho por un niño, por lo
juguetón y antojadizo (en dos monólogos por lo menos habla de la gracia que le
causan las palabras “Villanueva del Trabuco” y “gnochis”) pero no es una
invención, no es una impostura. Es él.
Ese humor blanco roto le permite
referirse a cuestiones que a priori provocan rechazo como los pedos o la
mastubación, y convertirlos en accidentes o percances näives.
Para muestra, el siguiente video,
en el que el buen observador podrá advertir que el pedo no es una mención
escatológica y sin inspiración, sino una piecita dentro de un monólogo que no
brilla por su originalidad (la situación más arquetípica y transitada, una
primera cita, es convertida en hallazgo que brilla con estilo propio, porque ha
pasado por el tamiz de su persona escénica, y así, la chica de la cita, sus
avances, que él decodifica como un párvulo hasta en las reacciones corporales
con que los cuenta, y –otra vez- el juego sobre la palabra –en este caso, “extásiame”-
se transforman en un monólogo personal y gracioso).
A veces vuelvo a mirar sus monólogos (últimamente muy
seguido, porque lo sigo con esa devoción que consiste en adivinar cómo
funcionan) y me digo “no me puede hacer reír con esto”, y luego, me rindo a su
arte. Entonces advierto que ese niño grande que trata de estafar con
invenciones ingenuas (la idea del “zooilógico”) o ese andaluz enamoradizo capaz
de ir a Euskadi y convertirse en “aberchandal” son el mismo tipo: un pillo con
salero pero con inocencia, un tierno, torpe e ingenuo al que el mundo lo supera
permanentemente, pero que, laboriosamente, como el buen clown, no duda en
enfrentar.