Es una noción repetida: el stand up pasará como los
parripollos y las canchas de paddle, un negocio de época, una oportunidad
explotada hasta el hartazgo, el veranito en la vida de algunos aventajados que “la
vieron venir” y no dudaron en sumarse a la ola.
A juzgar por la calidad promedio de sus “cultores”, su
masificación le ha dado un prestigio inmerecido. Es visiblemente mediocre, pero
no obstante, por su carácter de moda y novedad, no parece conveniente
prescindir de él.
Se volvió entonces una marca registrada, una
franquicia a la que nadie quiere renunciar. En distintos afiches puede leerse: “Comedia
y stand up”, “personajes y stand up”, “el mejor stand up musical de Buenos
Aires”; como si fuera el nutra sweet,
el componente no debería faltar en ningún producto cómico de la ciudad.
Se lo asocia con lo joven, con lo desfachatado, con
una suerte de contracultura light y descafeinada, porque el incipiente mercado
que lo define y explota ha querido que sea así. Un comediante de stand up, uno
de los primeros, si no el primero que inició el formato, me confesaba una vez: “Creen
que el stand up es algo para menores de 40 años, por eso a mí me invitaron (la
invitación era a un programa de cable de alcance continental ya desaparecido) a
manera de homenaje y me disfrazaron de joven con una camisa floreada”.
Ese estilo y esa forma lo vuelven inaprensible para
algunos espectadores, que por un lado, se sienten ajenos al fenómeno (porque
realmente el fenómeno los deja afuera), pero por el otro, no terminan de
entender si eso es realmente gracioso o a ellos se les pasó inadvertida su
gracia.
Otros espectadores han dado su veredicto. Los más
cercanos al teatro lo aborrecen, en general con razón. Los mismos cómicos, más
o menos tradicionales, adhieren a esta posición: tanto Capusotto como “Sin
codificar” lo parodian, destacando el facilismo de plantear una identificación
obtusa con el público (el "¡Es tal cual!" que grita Capusotto) o los clichés en el
decir y el vestir que se remarcan en el programa conducido por Korol.
Los “cultores” no parecen advertir estas críticas: impenetrables
al fracaso, parecen haberse cerrado en círculos lo suficientemente sectarios
como para ejercer desde ellos la autocomplacencia y la congratulación mutua. Y
si las críticas de otros cómicos los rozan, las reinterpretan o abren una
fisura de autocrítica: lo que dice Capusotto es cierto, pero no son ellos los
destinarios de ese ataque.
De esta manera, el fenómeno sigue: cada año se suman
más “cultores” y los espectáculos se multiplican. Se entiende que estamos en
Buenos Aires, la ciudad con más obras de teatro en la cartelera mundial, pero
de ahí a que sea la ciudad con mayor cantidad de humoristas del planeta parece
haber un trecho grande.
Lo que va quedando claro es que el stand up no es un
fenómeno artístico (no hay una masiva cantidad de espectadores deseando ver a
un comediante determinado, ni hay muchos productos de real valía artística)
sino social (hay miles de “cultores” ansiosos por subirse a un escenario y
mostrar lo suyo a como dé lugar).
Analicemos entonces las raíces que pueden explicarnos
este fenómeno social.
Valor social del humor
El humor es social y por lo tanto, histórico. Es
decir, no es lo mismo el espíritu humorístico de la Edad Media que el
posmoderno. Y no cumple la misma función social el primero (que básicamente
consiste en “carnavalizar” esa sociedad, generar las condiciones para que lo
culto y lo bajo, lo plebeyo y lo aristocrático, se miren y entrecrucen) que
este último.
El humor, entonces, responde al espíritu de cada
época.
Vivimos en un momento particular en la historia de la
humanidad: cada persona hoy puede llegar a millones por un golpe de suerte
mediático: un tuit o una viralización afortunada pueden significar la fama o,
por el contrario, el ostracismo.
Los muros de Facebook se han convertido en realitys, y
cada nueva tecnología de la información no es solo una herramienta, es una
forma de construir la subjetividad.
El sujeto entonces se construye a través de mensajes
en los que el humor es un valor agregado.
Si vamos a definirnos en 140 caracteres, tienen que
ser lo suficientemente irreverentes, sarcásticos y punzantes como para “cachetear”
a nuestros lectores y dejarlos pensando o riendo.
El humor es tiempos de la posmodernidad es entonces
una estrategia, una herramienta, un fin, una cualidad.
Y si no se la tiene, un taller de stand up parece
ofrecerla por un precio muy bajo.
Cuatro meses, un sueldo, y la posibilidad de ser
cómicos para toda la vida. (Continuará)