lunes, 7 de septiembre de 2015

Stand up, parripollo del humor, mercado libre de la identidad (II)

Recalculando
Vayamos atrás. A la televisión en blanco y negro, a las tertulias de los viejos, a la seriedad de los presentadores de los noticieros. Gomina, corbata, apretón de manos. Esa era la época.
Había un lugar para el humorista: el café concert, el teatro de revistas, el programa de humor.
Hoy es difícil saber dónde está el humor, y es muy complejo reconocer qué programa es humorístico, porque el humor se ha “derramado” en todos. Los cocineros son expansivos y gritones, los meteorólogos son festivos, los presentadores son cómplices del espectador, los programas de chismes son en sí mismos una amalgama de géneros humorísticos degradados: algo de sainete, un poco de los excesos del melodrama, revista y varieté. Hay un capocómico, una partiquina que varía, dos o tres clowns con una persona escénica definida, y a veces hasta todo puede terminar como la pelea semanal de “Polémica en el bar”.
Vayamos atrás. Hace 40 años ser chispeante o ingenioso, no era determinante en la vida de relación. La solemnidad, la gravedad o la discreción eran valores que tanto para un trabajo como para un vínculo, eran bien vistos y recibidos. “Pasarse de vivo”, “ser canchero”, o simplemente ser un bromista consuetudinario, no se aceptaba así de fácil.
Entiéndase que lejos está de nuestra intención glorificar ese pasado, sino confrontarlo a esta etapa en la que el humor se adhiere a todo.  
Es que, como ya dijimos, la posmodernidad trae un espíritu liviano, jovial, juguetón. Y ese es el estilo de humor que prevalece. Una suerte de música funcional que permanentemente adorna la vida, le da estilo a los sujetos, alivia o adormece la realidad. Es, dentro del “mundo líquido” que define Zygmunt Bauman, que se desarrolla este humor, algo pasajero, algo liviano, algo referencial. Muchas generaciones se han criado escuchando en las FM esas “consignas” apegadas a la vida cotidiana de los sujetos de clase media urbana, charlas jaspeadas de chistes que no llegan a serlo, y que extractados de ese contexto, pierden toda gracia en cuestión de horas. Eso, suponen, es el humor posible.
El formato de un tuit o un muro de Facebook son lenguajes que se aprenden rápidamente, la gramática visual para elaborar un vídeo y que se viralice, está al alcance de cualquiera. De ahí en más, se concluye que esas destrezas permiten dominar el lenguaje humorístico.
El stand up es un género que precede a esta tecnología, pero aquí, y en otros lugares en donde no se desarrolló previamente como industria y arte, acaba siendo su hijo bobo. En su enunciación, se cruzan ecos autorreferenciales del blog, de Youtube, Twitter y Facebook, y así, lo que era iconoclasta se convierte en superficialmente provocador, y lo que era profundamente crítico en un berrinche adolescente.  
El público, de todos modos, no está perdido. Cuando se lo interpela con un discurso humorístico consistente, profundo y elaborado, reacciona positivamente (incluyendo a los que se criaron en la cultura antes descripta); el caso es que para los que han decidido convertirse en “cultores” del stand up, la decisión está tomada: entre confeccionar 10 o 20 minutos mediocres que pueden repetirse durante años y el largo camino de la perfección artística, la opción es simple, y es que este individuo parece decirnos desde el escenario: “rápido, necesito una identidad de humorista que cambie mi vida, necesito sus risas y sus aplausos a como dé lugar. Dadme un flyer y moveré al mundo”.
En el campo del stand up, el número, la mayoría, vuelve engañosamente homogénea la realidad. Que por facilismo, los mediocres se alineen y defiendan entre sí, no significa que se impongan. Como ya quedó dicho, hay un público creciente que rechaza esta modalidad, y algunos interesados en desarrollar un genuino lenguaje humorístico que descolonice al stand up de las redes sociales y los medios masivos. Como todo campo (Bourdieu) habrá una lucha por la legitimidad. Ellos cuentan con la complicidad mutua y la amplificación de los mismos medios que usufructúan un lenguaje posible de insertarse en cualquier formato televisivo o radial con la suficiente liviandad. De esta vereda está la necesidad de elaborar una disciplina artística. De aquel lado, la necesidad de adoptar una identidad como quien se pega una calcomanía sobre la la piel. De aquí, la búsqueda humorística, profunda, lisa y llana. 
“Ahora son todos comediantes”
Así dice Bart en el capítulo 88 de la quinta temporada -“Filosofía bartiana”- cuando todo Springfield decide imitarlo y ser tan irreverente e iconoclasta como él. La ciudad entonces se desquicia porque la transgresión es la norma. Precisamente, la función del humor es la transgresión, es el mensaje agrio que nadie quiere dar, es el trabajo del bufón, al que se le permite decir lo que el resto no puede o no debe. En este caso desde el lugar del monstruo, el que, siguiendo la etimología de la palabra “muestra” eso que está oculto.
Ahora bien, en la posmodernidad, si todos son comediantes, nadie lo es. Si todo mensaje comunica una transgresión, entonces ningún mensaje transgrede.

Nótese la cantidad de “cultores” del stand up que tienen a la marihuana como tópico (es curioso, ninguno trae la experiencia de otras drogas). En ningún caso hay un planteo que enuncie una transgresión, que confronte, sino una celebración del uso de una droga módica. Esa mención (“ayer estuve fumando un porro”) es suficiente para someter al público a una identificación inmediata y liviana. Hay una forma de la transgresión (“estoy fumando una droga prohibida”) pero no una transgresión, hay una alusión, pero no se transita ningún argumento a favor o en contra, ni se profundiza sobre los aspectos sociales del consumo y su comercio.  
La mención dirigida a un público que es idéntico al que está arriba del escenario, sin que medie siquiera una elaboración humorística, iguala al espectador y al "cultor", lo que hace posible que en un par de meses, aquel que está sentado pretenda el mismo lugar del que tiene el micrófono. Y es que en un mundo donde cada cual tiene su propio reality, todo es escena. 
El stand up, nacido aquí en medio de este contexto, sufre entonces esto que parece ser una enfermedad infantil. La pregunta es ¿se curará? (Continuará)